En el cofre de los recuerdos, siempre quedan cosas sin contar. Quizás el paso del tiempo es el disparador perfecto para que afloren a la mente cuestiones del pasado. Tan del ayer, que hoy resultan añejas e inexplicables para los niños de esta sociedad. Las diversiones son diferentes, los juguetes también lo son.
Viene a mi memoria, el circo. Esa enorme carpa que llegaba a los pueblos y se armaba en el lugar de siempre. ¡Lo esperábamos!
Para nosotros era el esparcimiento por excelencia. Los mayores anhelaban jugar a la sortija, los adolescentes en la ruleta rusa y nosotros, los niños en las calesitas. Pero todos, de una u otra forma, buscábamos al payaso. Seguramente con diferente expectativa.
El payaso hacía reír a ellos y a nosotros. Yo me divertí con él hasta los 9 ó 10 años.
Una noche soñé que este hombrecito tenía penas. Que sonreía por sonreír. Que tenía tristezas. Yo me imaginé que la nostalgia era producto de un hogar no constituido. Que le dolía la cara de tanto hacer reír. Que se ponía cebollas en los ojos para llorar en cada actuación. Que miraba la vida desde abajo y le causaba gracia los pies con sabañones, las manos callosas, las ansiedades ajenas.
Desde ese día, busqué otra explicación en la mirada del payaso. Busqué al payaso y busqué su mirada. Nadie entendió mi mensaje, ni mis hermanos ni mis amigos. Nuestras miradas contenían complicidad y a su vez, sentimos que algo nos unía.
Un día, el payaso decidió quedarse a vivir en el pueblo. Una familia le prestó una casita que quedaba al final del patio, con la condición de que Mateo -el payaso- le regara las plantas y les ayudara en los mandados y en el cuidado de sus hijos a cambio de casa y comida. Esos niños vivían felices porque Mateo les contaba cuentos, hacía juegos de acrobacia y los ejercitaba con marchas y contramarchas, seguramente pensando que algún día los varones irían al servicio militar y estarían entrenados físicamente.
Mateo era morocho, de muy baja estatura y nunca pudimos deducir su edad. El siempre cambiaba de años y los acomodaba conforme la
edad del vecino o de quién le preguntaba ¿cuántos años tenès?. Caminaba seguro y por las noches cosía el ruedo de los pantalones
que le regalaba la gente del lugar. Para nosotros era un ser especial, de otro planeta. Reía, paseaba, trabajaba y nunca lloraba. Para todos era feliz.
Recuerdo que un día mi hermano nos dijo:
- ¡quisiera ser Mateo!
- ¡nunca lo retan!
- ¡nunca en penitencia!
Yo ese día, me senté en una escalerita, apoyé mis brazos sobre mis rodillas y pensé: "¡no sabe lo que dice!, ¡Mateo no tiene padres ni hermanos!, ¡Mateo está solo!"
¿No tenía padres ni hermanos? Nunca lo supimos. El nunca hablaba sobre ese tema, la única familia que consideraba como tal, era justamente quién lo llevó en el circo durante muchos años y de pueblo en pueblo.
Recuerdo que una tarde de enero y a la siesta, mi mamá tomaba mate con su cuñada y entre mate y mate, comentaban que Mateo
estaba triste. Que él decidió quedarse con nosotros porque en el circo otro payaso lo había reemplazado. Un payaso joven, rubio y de ojos celestes.
-Claro decía mi mamá, el otro payaso no tendrá penas y como es joven no se cansará de tanto y tanto viajar.
-Tampoco pedirá aumento de sueldos, acotó mi tía.
-Este tema siempre preocupa a los patrones y no les gusta que sus empleados reclamen más dinero, deben estar agradecidos del sueldo que reciben.
La puerta se cerró por un viento fuerte y yo me quedé sin saber el final de esa charla.
En mi pueblo las calles se regaban con un tanque tirado por un tractor y de esta forma aplacaban el polvo y la tierra por falta de asfalto, y cuando el regador pasaba frente a la casa de los Mustafá cortaba el chorro de agua porque decían que Mateo, por las mañanas, tiraba mucho agua y en ese pedacito de calle las piedras estaban limpitas y sin arenilla. Mateo escuchaba estos comentarios y con señal de orgullo se soplaba los dedos y los refregaba en su camisa como diciendo: éstos me tienen envidia y dando un viraje muy cortito, desaparecía como por arte de magia dejando en todos, una mezcla de intriga y de admiración por su habilidad de correr rápido, hacer piruetas, ponerse las manos en los bolsillos y silbar una canción gitana.
Pasaron muchos meses y este ritual se repetía con diferentes matices.
No siempre fue así a partir del mes de abril. Mateo comenzó a faltar en sus trabajos y se ausentaba varias horas del pueblo y de su
lugar. Llamó la atención. Los primeros días, los Mustafá no preguntaron nada y pensaron que Mateo necesitaba un poco de oxígeno, que saldría a caminar por los barrios y que seguramente se escondía para ensayar nuevas piruetas para hacer reír.
Mas tarde sí les llamó la atención y la curiosidad se acrecentaba a medida que escuchaban que a las 11 de la mañana Mateo partía y llegaba a su casita cuando el sol se ocultaba. A veces lo veían desbordando de alegría y otras en cambio, melancólico y pateando las piedritas que se cruzaban por sus grandes zapatos.
-Parece un niño y es grandote, comentaba la patrona.
-Dejalo, hace esas cosas porque extraña al circo, refutaba el dueño de casa.
Un día al salir de la escuela, con mi hermana esperamos a Mateo. Le dimos un beso, nos abrazamos y le pedimos conversar, que nos cuente su vida anterior y si en este pueblo se sentía feliz.
-¡Qué pregunta chicos! Nos dijo.
-Soy feliz. O acaso... ¿no los hago reír?
-Mi función en la vida es esa, el payaso nunca debe estar triste acotó, el payaso nació para hacer reír.
Le creímos. Desde nuestra visión de niños, creímos que unos nacen para hacer reír, otros nacen para reír. Nos conformó esa explicación.
¡Somos tus amigos! ¡Te queremos! Le dijimos casi al unísono y dándole nuevamente un beso y un abrazo nos despedimos de Mateo y sin que percatara, mi hermana le puso en el bolsillo izquierdo un paquete de caramelos, como queriendo reafirmar nuestra amistad.
Resulta que Mateo se había enamorado. La relación duró poco tiempo por problemas de diferencias. Mateo se cansó de subir y bajar de un banquito cada vez que por propia iniciativa quería robarle besos a su amada.
Ella, con fuertes dolores de espalda visitó en muchas oportunidades al médico quién le recomendó cambiar de aire. Trasladarse a otro pueblo con más árboles y diversiones que aplaquen su tristeza.
Una noche y sin que nadie lo sepa, María tomó el tren y se fue a Jacobacci a la casa de unos parientes. No se despidió de Mateo. Mateo nunca la buscó.
Ella era de pueblo.
Él era de circo.
Iniciando el mes de diciembre un circo llegó al pueblo. Extendieron una gran carpa en la placita y armaron montón de juegos y por alto parlante anunciaron que esa noche, a las 22 hs. comenzaría el espectáculo con sortijas, ruleta rusa, calesita, jóvenes trapecistas y venta de golosinas. Todos escuchamos la publicidad. Estábamos atentos. Mateo también lo estaba.
A la hora indicada, con mis padres y mis hermanos fuimos al circo. Ansiosos, expectantes. El circo siempre nos gustó.A la gente de los pueblos también.
Nos sentamos en los escalones más bajos y sin querer, buscamos con la mirada la presencia de Mateo. Nadie lo vio. Nosotros tampoco.
La voz del dueño del circo anunciaba comienzo de función. Pidió silencio. Presentó a todos los integrantes de su equipo y desfilaban señores, señoritas, señoras, algunas delgadas, otras no tanto, hasta que, fijando sus ojos en los ojos de los niños, explicó suavemente:
-“lamento decirles que este circo no tiene payaso”. Les contaré una historia, dijo acomodando su voz de tal forma que no lastime el sentimiento de los niños.
-Hace muchos años, este circo tenía un payaso que hacía reír. Que reía y le pagábamos para hacer reír. En uno de esos tantos viajes y allá por el mes de abril de 1960, hace entonces... como diez años... el payaso se cansó de nosotros y se quedó a vivir en un pueblo de la patagonia. Nunca recibimos noticias de él. Quizás se cansó de hacer reír. Tal vez lloró. No sabemos si aún vive. Yo estoy medio viejo continuó diciendo, y de muchas cosas no me acuerdo.
-No sé exactamente en que pueblo se quedó el payaso. Para mí todos los pueblos son iguales, no tienen asfaltos, las vías del ferrocarril lo dividen en dos partes, hay niños felices y en la única plaza del pueblo se arman los circos. He perdido la memoria, recalcó una y otra vez. Estoy medio viejo y me olvido de las cosas, pero de este payaso nunca me olvidé. Un día vino a nuestro circo un payaso rubio, de ojos celestes y al ver la destreza de nuestro payaso, se fue con otro circo. Siempre esperamos que el payaso morocho –nuestro querido payaso- se arrepienta. Sí, lo queríamos. Lo necesitábamos porque siempre se reía. Por esa razón este circo nunca más contrató un reemplazante. Este payaso es irremplazable.
Silencio total en la gran carpa. Alguien levantó la mano, se puso de pié y preguntó:
-dígame señor, el nombre de ese payaso, porque ¿sabe? yo también estoy medio viejo y a veces las cosas se me olvidan.
Interrumpiendo el diálogo de los adultos, dos compañeritos de mi Escuela, que además era la única Escuela del pueblo, saltaron la pequeña reja colocada entre el escenario y los escalones y, con total audacia, le contaron al señor, casi gritando, que no se haga problema, porque este pueblo, justamente este pueblo tiene su payaso e incitando al público presente a cantar, pronunciaban el nombre de ¡Mateo! ¡M a t e o! ¡Ma-teo!
La gente grande miró a los ojos al dueño del circo y lo vieron llorar. Los niños no nos dimos cuenta porque todos cantábamos y reíamos.
Era grandioso saber que el pueblo tenía su payaso. El circo no lo tenía.
Nunca nos contaron la verdad. La supimos un día lluvioso de invierno cuando el tren se detuvo mucho tiempo en la estación de ferrocarril. Cuando las campanas de la Escuela sonaron muchas veces. Cuando las piedritas de la calle frente a los Mustafá estaban tapadas de tierra.
Cuando quedaron cosas sin contar en el cofre de los recuerdos. Como estas. Como otras...
Ester Faride Matar